Cuando el último rayo púrpura se desvanece entre los árboles, solo los depredadores se alivian en la sombra.

Las rutas negras de asfalto que atraviesan el bosque se ven asediadas por las ramas y marañas de esta jungla atlántica convirtiéndose en túneles opacos. 

A cada lado de los senderos es donde se conjura el prodigio: todo se transforma en noche espesa, hogar de criaturas desorientadas y esperpentos voraces olfateándoles el rastro.

¿Cómo has llegado al interior de este bosque denso?

Yo te he traído con los pies descalzos, hiriéndome con ramas muertas y piedras inmortales.

Quiero regalarte este mal sueño para que tu espíritu se ensanche a través de este terror.

Para que tus pulmones traguen el aire húmedo del crepúsculo, para que tu piel se erice con el mismo frío que respiran las aves rapaces.

Para que tus ojos apenas distingan el brillo empapado de los carballos cubiertos de musgo y luna, para que el sabor antiguo y empalagoso del bosque se te pegue al cielo de la boca, y el abrumador canto de la noche te produzca locura ensordecida.

Todo tu cuerpo se ha puesto en guardia ante las miles de amenazas invisibles que te aguardan, pero descubres que hay un alivio placentero en sentirte presa.

Pero el horror obra el milagro:


tu espíritu ya no se encuentra.

Se ha diluido en la montaña y deambula liberado entre los matorrales, las sendas, las zarzas, los troncos, las madrigueras, entre cada criatura que anida esta frondosidad.

Para salir de este bosque tendrás que herir de muerte al miedo.

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